Zapatero a tus zapatos: la vida de Nelson Martínez

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Historias
Zapatero a tus zapatos: la vida de Nelson Martínez

La historia de Nelson, un niño que fue expulsado del colegio por usar zapatos de caucho, quien pese a ello logró abrirse camino con trabajo, fuerza y dignidad. Este relato tiene origen en un par de zapatos: unos que no tenía, unos que nunca pudo comprar.

Hay historias que comienzan con una pérdida.

Por: Milena Martínez

Nelson recientemente en su vivenda en Tibasosa

Nelson, recientemente, en su vivenda en Tibasosa.

Nacido en 1970, Nelson creció en la vereda Diravita Alto ubicada en los límites del municipio de Firavitoba y Tibasosa, entre montes verdes, senderos tranquilos y ese viento frío que baja del páramo. Vivía con sus abuelos, madre y hermanos, siendo el mayor de los 5 hijos. Desde niño supo que su cuerpo era su mayor fortaleza: corría rápido y ligero como si tuviera algo dentro que no conocía la palabra cansancio. Era el estudiante que siempre llegaba primero a la meta sin mirar atrás.

Su talento era tan evidente que una de sus profesoras quiso apoyar a ese niño que, aunque humilde, tenía en sus ojos la alegría de salir adelante. La profesora le dijo: “Si quiere seguir estudiando, yo le ayudo a ingresar al colegio. Los Sagrados Corazones en Tibasosa.”

Nelson respondió con voz baja y un poco triste: “Profesora, pues yo creo que mi mamá no tiene los recursos porque como el colegio es privado”.

Un día le anunciaron que había sido aceptado en dicho colegio, el más exigente de la zona. Allí todo era ordenado, impecable; los horarios y las oraciones en coro olían a encierro y tradición. Pero para Nelson representaba algo más: una oportunidad que nunca imaginó tener. Llegó al colegio con la ilusión intacta y limpia, esa que solo tienen quienes han tenido que esperar demasiado para que algo bueno les llegue.

Sin embargo, no todas las buenas historias tienen final feliz, pues ese niño que tenía la ilusión de estudiar, pronto recibiría una noticia que cambiaría el rumbo de su historia. Uno de esos días en los que el pueblo se engalana con niños y jóvenes yendo al aula de clases, él recibe una crítica de parte de la monja: “Mire cómo tiene los zapatos, ¿por qué los tiene así vueltos nada?”. A lo que el responde: “Venía corriendo y el zapato se me rompió”. 

La hermanita le dijo que tenía que ir con zapatos de material nuevos; lastimosamente, los de él eran de caucho, unos que su abuelo le había remendado porque el dinero en su familia era escaso; a la mamá de aquel niño solo le alcanzaba para darles de comer “lo básico: panela, arroz y manteca”, recuerda.

La hermanita le pidió llevar a la mamá. Al otro día, ellas hablaron, La monja le recalca que los zapatos le hacían falta a Nelson y, también, el uniforme adecuado. La madre respondió que no tenía dinero para comprarle esas cosas. La respuesta fue cruda y directa: “No puede seguir aquí, no podemos tener al muchacho y en usted está lo que quiera hacer con su hijo”.

Casi absurdo, pero cruelmente definitivo: los zapatos de caucho no le permitieron a Nelson continuar; Nelson tenía zapatos, sí, pero no esos zapatos. Los suyos no cumplían con el estándar, no alcanzaban la apariencia “correcta”. No hubo excepción, no importaron los trofeos, las carreras ganadas, el ser buen estudiante. Solo importaba la norma.

Él no lloró, no protestó, no pidió que lo dejaran quedarse. Quizá porque entendió demasiado pronto que la pobreza no solo duele: también habla por uno. Salió del colegio en silencio con el mismo par de zapatos por los cuales lo habían expulsado. Cuidó las ovejas que tenían en su casa por unos días, pero no se quedó detenido ahí, pues tenía claro que con o sin estudio tenía que seguir.

Nelson empezó a trabajar a la edad de 14 años; su primer trabajo fue en una mina donde explotaban piedra caliza. Le pagaban por “ministra”, es decir, por días; más o menos el pago eran unos tres mil pesos de la época, 1984. Era un trabajo muy duro para apenas un niño que debería estar en un colegio y no en una mina haciendo labores tan pesadas. Sus manos fueron testigo de ello. Brotaba sangre por medio de sus dedos, comenta. “Un día mi abuelita fue y me llevó unas criollitas con agua de panela y me vio las manos que estaban llenas de sangre y se puso a llorar, me dijo que no trabajara en eso y le dije: ‘Abuelita, ¿pero, qué hago si no tengo ni para unos alpargates? No tengo nada'”.

Cambió de trabajo como a la edad de 17 o 18 años, en contratos con el Ministerio de Obras Públicas. Su labor era hacer parcheo en las vías donde trabajó dos años, luego en unos contratos que se llamaban microempresas donde duró más o menos 10 años. Estos trabajos abarcaban: Sogamoso, Firavitoba, Iza, Cuitiva y Aquitania. Gracias a ese trabajo pudo ayudarle a su familia con el sustento diario: mercado y ropa. 

Su hermana lo recuerda con una gratitud que recuerda como un abrazo. “Él me sacó adelante cuando niña; trabajaba y me llevaba la comida. Cuando tenía siete años, él fue el que me dio el uniforme, mis zapatos, me peinaba y me daba mis oncesitas”.

El niño que no pudo quedarse en un colegio terminó convirtiéndose en sostén, guía y ejemplo. Aunque expulsado por un par de zapatos, terminó siendo quien compraba los zapatos de su hermana. La ironía, a veces, es poética. Ayudó a su hermana menor a salir adelante; luego del colegio la llevaba a la plaza de mercado a trabajar. Allí Nelson le compraba zanahoria y criolla para que ella vendiera. La hermana le devolvía el valor de la mercancía y ella se quedaba con la ganancia, con eso compraba lo que su papá necesitaba, pues se encontraba enfermo.

Nelson en una tala de arboles en Tibasosa.

Nelson, alrededor de 30 años, en Tibasosa.

Con los años, Nelson conoció a quien ahora es su esposa. Tienen tres hijos. Se conocieron mientras él trabajaba en las vías. Se hicieron amigos y, poco a poco, su amistad se hizo más fuerte, hasta volverse novios. Fue un amor joven, intenso, lleno de obstáculos, pero con la fe intacta de salir adelante por ellos y por sus hijos. Todo parecía unir sus caminos, pues sus familias trabajaban en un mismo lugar: la plaza de mercado. Tiempo después de ser novios decidieron irse a vivir juntos en el campo. 

Su esposa recuerda con nostalgia: “Duramos en el campo los primeros cinco años de nuestro primer hijo; en Tibasosa nos dieron un subsidio de vivienda y nos fuimos del campo para el pueblo. Él siempre fue muy responsable”.

Su hijo mayor, Jaiber, creció viendo a su padre salir cada día en busca del sustento diario. No tuvo una infancia fácil, pero tampoco vivió la crudeza que Nelson conoció de niño. Con los años Jaiber estudio y se convirtió en profesional; un sueño que Nelson nunca cumplió, pero que se lo permitió vivir a través de su descendencia. 

Jaiber expresa: “Eran otros tiempos donde la educación no era un derecho como ahora, sino que era un beneficio para las personas que tenían las posibilidades; en ese momento lo que primaba era el trabajar y tener el sustento diario”.

Lo que siempre quiso Nelson fue estudiar. La vida en ese momento no le permitió hacerlo, pero nunca le sacaron de su cabeza la frase que toda la vida les recalcó a sus hijos: “Estudien, aprovechen el estudio, que eso es lo que le queda a uno en la vida”.

La meta era clara: sacar adelante a sus hijos, brindarles a ellos lo que él no pudo tener. Para Nelson nada fue imposible; cada hazaña, trabajo y el querer salir de la pobreza lo hicieron más fuerte.

Hoy, Nelson trabaja en una empresa industrial; actualmente tiene 55 años. No tiene títulos, pero tiene algo más grande: una historia hecha de resistencia. Una vida levantada sin excusas, sin quejas, con la fuerza que da haber empezado desde abajo —desde muy abajo— y aun así haber sacado adelante a otros.

Nelson expresa con orgullo: “Con mi sueldito le estoy dando el estudio a mi último hijo”.

No es una historia nacida de un triunfo fácil. Es una historia nacida de una pérdida, sí… pero construida a pulso, con manos heridas que nunca dejaron de trabajar, con pies que siguieron caminando, aunque los zapatos no fueron los correctos. Nelson es prueba viva de que no todos los caminos se recorren por donde la vida quiso, sino por donde uno decide seguir andando.

Aunque duela.

Aunque el mundo sea injusto.

Colegio Los Sagrados Corazones de Tibasosa.

Infraestructura donde operaba el Colegio Los Sagrados Corazones de Tibasosa (2025). 
 

Y allí, en ese mismo pueblo donde un día le cerraron las puertas, las instalaciones del colegio Los Sagrados Corazones se deterioraron lentamente.

Ya no se oyen los rezos, ni las órdenes de las hermanitas, ni los pasos apresurados de los estudiantes. Ya no están los pupitres donde Nelson pudo haber estudiado, ni las paredes que pudieron verlo crecer.

Lo que queda es una estructura llena de ecos. Un recuerdo de lo que fue un privilegio para pocos, pero que, irónicamente, tampoco sobrevivió al tiempo. Y así, la historia de Nelson queda suspendida.

Entre unos zapatos rotos.

Unas manos que sangraron, unos hijos que se titularon y un colegio que murió antes que su memoria. Una historia nacida de una pérdida, pero construida a pulso, dignidad y fuerza.

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