Una vida tejida entre hilos y memorias: María Elba Rincón Correa
La vida de la señora Elba no ha sido del todo fácil. Se ha tejido entre la política, las expectativas familiares, los amores que la alejaron de una de sus pasiones y las tristezas en varios momentos. Su historia reluce con matices, texturas y colores.
Artesanías elaboradas con paciencia, tradición y cariño.
Por: María del Pilar Díaz Martínez.
María Elba Rincón Correa nació en 1947, en una familia donde las artesanías no eran un pasatiempo, sino una forma de vida. Creció entre seis hermanos y entre los sonidos constantes del telar que manejaba su padre, don Alberto, un hombre bastante culto que había heredado el oficio de su padre. En esa casa, la lana, los hilos eran parte del ambiente, como la luz o el polvo.
Su hermano Hernando recuerda que, aunque todos los hijos aprendieron a urdir y a añadir en los telares antiguos, ella siempre fue la más cercana al trabajo, la que más acompañaba al papá en las jornadas largas y la que ayudaba a vender los productos con una gran habilidad. “Ella siempre fue la que estuvo pendiente de los telares”, afirma sin dudarlo.
Pero la historia de la señora Elba no empezó necesariamente en el telar. A los 16 años ya estaba trabajando. Pasó por Unión Molinera, por el Banco del Comercio en 1968 y más tarde por la oficina de catastro de la alcaldía. Su otro hermano, que ya había terminado medicina, insistía en que debía estudiar; su madre soñaba con verla convertida en abogada y su padre en contadora. Ella decidió irse por otro rumbo, entró a la Escuela de Artes y Letras en Bogotá y estudió arte y decoración. Allí hizo todo con sus propias manos, porque siempre quiso demostrar su aprendizaje y honestidad, algo que siempre la ha caracterizado.

Telar de la señora Elba en Duitama
Al terminar la carrera regresó a Duitama. Para ese entonces, Luis Carlos Galán comenzaba su campaña política. Ella decidió apoyarlo. Se puso la camiseta. Recorrió la ciudad repartiendo panfletos y convenciendo a la gente de votar por él. Aquella experiencia fue su puerta de entrada a la política, una etapa que marcaría su vida y que hoy recuerda con mucho cariño.
La señora Elba siempre fue profundamente dedicada a su ciudad. Le preocupaban su progreso y su imagen. Cuenta que, si la Plaza de los Libertadores amanecía sucia, llamaba al coronel Martínez para pedirle unos cuantos soldados para que la ayudaran a barrer hojas y tierra, hasta dejar el lugar impecable. Velaba por que los espacios públicos se vieran agradables y siempre pensaba en cómo mejorarlos. “Los árboles que están en la Plaza de los Libertadores los sembré yo con las Damas Rosadas”, dice.
Su compromiso con la ciudad no pasa desapercibido. Elena, quien la conoce desde hace más de 20 años, rememora que siempre ha sido “una señora muy colaboradora”, alguien que se preocupa por el bienestar de los demás. Aunque no vivió de cerca su época en la alcaldía, dice que por lo que ha escuchado fue un buen mandato. Ella considera a la señora Elba una persona correcta y generosa.

Doña Elba a sus 68 años
Su dedicación llamó la atención del Gobernador de Boyacá de entonces, quien la nombró directora de Turismo de Duitama. Permaneció en ese cargo hasta 1984. Más adelante fue designada en la Tesorería Municipal, donde trabajó durante un año. Recuerda que, en aquella época, gran parte de la población se preocupaba por la ciudad. Eran una comunidad bastante unida. “La gente estaba interesada en que todo progresara, que todo estuviera mejor, y fuera por el buen nombre de Duitama”, afirma. En 1982 iniciaron la famosa Semana Bolivariana. Hacían exposiciones de fotografía, traían bandas, realizaban eventos culturales. En 1985 ganaron el premio a la mejor comparsa en el Aguinaldo Boyacense. Su trabajo era visible, constante, y la gente lo reconocía.
Luis, quien la conoce desde hace unos 13 años, recuerda justamente ese civismo. Es “una persona muy colaboradora”. Para él, ella siempre ha sido alguien preocupada por la comunidad, alguien que mira más allá. Cuenta que ella donaba mercados a las parroquias para entregar a los más necesitados. Luis ha tenido la oportunidad de visitar el taller y ver de cerca cómo funcionan los telares.
Ya fue para el año de 1987 cuando el gobernador Carlos Eduardo Vargas Rubiano la nombró alcaldesa de Duitama. En ese entonces aún no habían elecciones populares, era el gobernador quien designaba a los mandatarios. Ella lo pensó mucho, temía aceptar el cargo. “Ahora aterrizo y veo que fue un honor”, dice. Como alcaldesa, formó un equipo de colaboradores que trabajaban con amor por la ciudad. Todos querían hacer lo mejor posible, ese entusiasmo marcó su administración. Su labor era cívica, más que política, un detalle que ella misma resalta: “No pesó tanto la política como mi parte de civismo”.
Pero la política también le traería grandes dolores. Se casó, y a su esposo no le gustaba que ella estuviera en reuniones ni en nada relacionado. No quería la vida pública que ella estaba construyendo. Finalmente, dejó la política. “Me retiré con el corazón partido”, admite. Se fue con su esposo a Bogotá. Allí, lejos de su trabajo y de su amada Duitama, el matrimonio se quebró. La separación la golpeó bastante, sufrió mucho. Volvió a Duitama y se encerró en su casa. En medio del aislamiento, volvió a darle vida al telar.
Ese oficio estaba en ella desde niña. Cuando su papá trabajaba, ella lo ayudaba a vender. Sabía cómo funcionaba, cómo se manejaba todo y cómo se trataba a los clientes. Retomó ese legado y volvió. Hacía manteles, individuales, servilletas y otras piezas más. Salió con sus productos, buscando clientes, y pronto logró que llegaran al Hotel Hilton en Bogotá. El gerente, un francés llamado Claudio Buckler, a quien recuerda perfectamente, le encargó varias piezas para el salón de té del hotel. También vendía al almacén Tipicol, al Zipa, a una joyería y hasta a Olga de Amaral, una artista colombiana. Incluso los tapizados de muchos buses salieron de sus manos y de sus telares.
Cada pieza pasa por catorce pasos diferentes antes de estar lista.
La apertura económica en el gobierno de Gaviria golpeó fuertemente a los pequeños talleres. La importación directa llenó el mercado y muchos artesanos cayeron. Ella resistió como pudo. Retomó los manteles y cubrelechos que hacía su papá, un producto más tradicional y más cercano a la identidad familiar.
Hoy en día cuenta con dos trabajadoras permanentes y dos ocasionales. Participan en ferias como Expoartesanías en Bogotá, Expoartesano en Medellín, Feria Farex en Cartagena y la Feria Nacional de Artesanías en Manizales. Aunque la materia prima ha subido tanto que producir resulta cada vez más costoso, ella continúa adelante.
Una de las trabajadoras es Rosa María Nitola, más conocida como Rosita, quien es su mano derecha desde hace ya varios años, “ella es como una hermana” dice la señora Elba. La conoce mejor que nadie, “llevamos muchos años trabajando juntas y nunca nos disgustamos". Rosita llegó al taller por intermedio de María Estela, la hermana de doña Elba, quien la contrató cuando acababa de salir de estudiar. Al principio entró para ayudar en la casa y acompañar a la mamá de la señora Elba, pero apenas dos o tres meses después ya estaba trabajando en el telar.
Desde niña le gustaba el oficio, lo había visto cuando acompañaba a su papá a llevar lana para que la tejieran. Fue doña Elba quien le enseñó todo. Rosita trabajó durante diez años y luego se fue por un tiempo, hasta que sus hijas estuvieron todas estudiando. Después regresó, y ahora completa otros dieciocho años en el taller. Ella disfruta su trabajo, le apasiona. “Yo subo al telar y no quiero que me bajen”, dice Rosita entre risas. En el taller hace de todo: teje, añade, urde… Su jornada va de 8 a 12 y de 2 a 6. A pesar de que tiene su propio telar en casa, que fue un regalo que le dio doña Elba cuando se fue por primera vez, casi no lo usa por falta de tiempo, aunque durante la pandemia alcanzó a hacer algunas piezas.
Las ventas se han vuelto más difíciles, “la gente no aprecia, lo manual debería valorarse más”, dice Rosita. Los productos que hacen pueden durar intactos veinte o treinta años. Todavía hay clientes que regresan para contarles que los cubrelechos que compraron décadas atrás siguen en perfecto estado. Elena es una de esos clientes, ella ha tenido la oportunidad de adquirir algunos productos y ha podido comprobar la calidad; los describe como “muy duraderos”.

El hilo lo piden desde Bogotá y cuando ya está el rollo de tela, lo envían a lavar allá mismo para su acabado final.
La señora Elba coincide con Rosita, el turismo no está bien. Aunque hay mucho movimiento, los visitantes no llegan dispuestos a comprar artesanías. “Para la gente que vendemos artesanías, necesitamos clientes que sean cultos, que les gusten las cosas colombianas, no las chinas, que valoren lo hecho a mano y que tengan poder económico alto”. Antes, casi todos los días llegaban carros con turistas de distintas partes del país a su casa para comprarles algunos productos. Ahora, prácticamente no llega nadie. Ellas cuentan también que, antes, los estudiantes de universidad iban al taller en sus horas libres a trabajar. Eso ya no pasa. Aún así, doña Elba sigue firme. Trabaja todos los días, menos los domingos.
El legado empezó con el abuelo, siguió con el padre, después lo tomaría la señora Elba y hoy, en manos de ella y de Rosita, resiste. Rosita probablemente sea quien continúe con la tradición. Lo sabe todo, cómo funciona cada parte, cómo se trata a los clientes.
La vida de la señora Elba, igual que su trabajo en el telar, se ha tejido con momentos difíciles, aprendizajes y nuevas oportunidades. Nada ha sido fácil, pero ella sigue firme, defendiendo un oficio que muchos consideran frágil, aunque en realidad es fuerte y duradero. Porque a veces, como sucede en su telar, los hilos que más duelen son también los que más resisten.